6.11.2011

Viento

Me gusta sentir el viento. Es travieso y juguetón cuando levanta las faldas de las mujeres o hace que tropieces y camines con hojas entre los pies. Disfruté la ráfaga fresca que entró desdoblando la ropa que tenía acomodada en una mesa. Me relaja escucharlo acariciar suavemente las palmeras del vecino y moverlas de un lado a otro, provocándome deseos de ir a la playa.
Lo escucho hueco cuando corre por un callejón, silbando si entra por una rendija y durante un huracán lo oí rugir muchas horas. A veces llega sigiloso, y si estás distraído hace volar la ropa tendida al sol.
Le gusta molestar a la gente en el parque, y hace que se tapen los ojos con la mano para que no les entre arena. Es orgulloso y mide su fuerza. Empuja todo a su paso haciendo que las nubes se queden quietas o se muestra caprichoso y las mueve a su antojo.
Cuando el aire sopla fuerte, tanto que es casi imposible salir de casa, recuerdo a mi bisabuelo. Muchas veces cuando no íbamos a la escuela, Don José nos llevaba a repartir leche en una vieja camioneta que olía a queso. Tenía la costumbre de usar sombrero y lo acomodaba con cuidado en el asiento que nosotros ocupábamos. Un día de norte, el viento hizo que el sombrero saliera volando calle abajo, dando brincos rumbo al río. Lo vimos correr tras él, bajando por la calle mientras se alejaba rodando, elevándose o rozando la banqueta. Tengo presente su sonrisa cuando finalmente lo alcanzó, y regresaba caminando contra el aire, riendo y deteniéndolo con la mano sobre su cabeza. Se subió al carro, se quito el sombrero, y cuando se disponía a arrancar, lo vio volando de nuevo. Mi hermano y yo, por diversión, lo habíamos arrojado por la ventana dejándolo a merced del viento.

6.02.2011

Algodón

Una de las imágenes que más recuerdo de un parque, una feria, el zoológico, la kermés, y demás paseos de mi infancia, es la del algodonero paseando entre la gente, cargando el palo con algodones de azúcar de colores perfectamente acomodados y empacados. Me gusta mucho ver cuando los hacen frente a un montón de niños viendo como, casi mágicamente, se crean nubes rosas, blancas o azules mientras el señor hace girar el azúcar.

A mí me gusta abrir la bolsita, ir desprendiendo pedacitos, ponerlos sobre mi lengua y "derretirlos" en la boca. Siento que son como suspiros dulces que regresan a contarme una historia alegre. He visto a mis niños comerlos a mordidas, y disfrutar su sonrisa de dientes azules. Una vez se quedó uno en el fonde de mi bolsa, y se hizo plano, como una cobijita acolchada.

Hay algodones ligeros como espuma, otros con granitos crujientes y unos que parecen lana para tejer, envolviéndose capa sobre capa formando una madeja. Disfruto los que saben a chicle de frutas, y escojo siempre uno rosa que se vea muy esponjado.

Cuando llegué a vivir a Cancún, aprendí que me lo tengo que comer rápido… aunque muchas veces me detengo a ver como apenas abro la bolsa, se van formando gotitas minúsculas, como el rocío en la mañana.